miércoles, 26 de mayo de 2010

Un Naufragio en tierra (Proa al viento, proa al mar, Proa al Cañaveral)


Como extraño el Proa al Cañaveral. Hace algún tiempo fue un gran restaurante muy conocido en Valparaíso que los años fueron dejando atrás. Sin embargo, de pronto resurgió como un imperdible de la bohemia porteña. Sus noches se hicieron famosas en la ciudad pero junto con eso, también comenzó una recuperación de su categoría de restaurante.

Tímidamente comencé a frecuentarlo de día y pude descubrir que su concepto marinero lo amarraban al imaginario del puerto. Su decoración estaba anclada a viejos artefactos marinos, una gran exposición de artículos, cabos, barriles y esa atmósfera intimidante de lugar real. No sólo sus objetos decorativos tenían que ver con la actividad marinera, sino que todos los que ahí trabajaban habían estado ligados al mar. El lugar no mentía. Era de una profunda y honesta verdad.

Me comenzó a recibir su administrador Pedro Iglesias, de gorro de capitán y pipa, hombre afable y de trato cálido. El me empezó a hablar de la organización que el Proa tenía. Se hablaba de cubierta principal, refiriéndose a su comedor, puente y entrecubierta a su primer piso. También me explicó de dónde provenían todos los objetos que ahí se exhibían. Según él me contaba, había sido contramaestre del Buque Escuela Esmeralda y estaba al tanto de cada uno de los nombres que conforman la arboladura de los grandes veleros. Con unos modelos de su colección me enseñaba la complicada nomenclatura de mástiles, velas, esloras y mangas, estribor y babor, proa y popa. No por nada era conocido por los que frecuentaban el lugar como “El Capitán”

Comencé a llevar a mis grupos de pasajeros al Proa y el efecto, después de una caminata por Valparaíso, era estremecedor. Los viajeros me felicitaban porque habían llegado a un lugar de verdad, no una maqueta, no un escenario. Si buscaban un lugar profundamente local, pues ahí lo tenían y desde sus ventanas, mientras se cenaba y bebía, se veía el puerto y su actividad. También estaban los clientes, personajes típicos del sector que habían recalado en el Proa por su originalidad. No faltaban las “chicas” que siempre trafican por el barrio. Valparaíso en pleno. Su ambiente bohemio con su mística al borde del peligro, en la frontera misma, la famosa y temida bohemia marinera porteña.

La llegada al lugar con mis pasajeros empezó a tener ciertos ritos que provocaban un gran efecto. Subiendo por sus escalas y en cuanto aparecía El Capitán, detenía a mi grupo y con voz sonante y ceremoniosa decía: “Capitán, solicito permiso para abordar” Y Pedro respondía: “Permiso concedido”. Siempre un gran abrazo y el saludo de camaradería de todos los que ahí trabajaban y las caras de emoción de todos los pasajeros por tanta trasnochada solemnidad.

Han visto bailar cueca a un holandés??? Pues, con los músicos del local les cantábamos la Joya del Pacífico, boleros, valses peruanos, tangos y por supuesto nos poníamos a bailar cueca y hasta la cocinera bailaba con el Capitán. Después sacábamos al baile a los pasajeros que, sin ninguna timidez, versionaban nuestra danza mientras los clientes locales se subían a las mesas a palmear el arrojo del “gringo” o la “gringa” de rigor. Era en esos momentos donde replicábamos, prácticamente calcábamos el viejo ambiente marinero de la bohemia con extranjeros y chilenos entremezclados unos y otros, tratando de entenderse a señas en mal inglés y mal español.

Porque se llama “Proa al Cañaveral”, Pedro???

Me respondía el Capitán: Su dueño fundador tuvo la original ocurrencia de que si este restaurant fuese de verdad un barco, su proa que mira al norte navegaría en línea recta, para llegar justo a “Cabo Cañaveral” en EEUU. No pude dejar de reírme y cuando recuerdo esta genialidad creativa todavía me da risa. Un buen lugar debe tener historias para contar y en el Proa, desde los barriles que servían de mesas, pasando por los artículos y adornos provenientes de barcos, la escafandra de buzo, los mapas de navegación que empapelaban las paredes, el enorme cuadro que retrataba el lugar, hasta el viejo piano desafinado, todo parecía querer invitarte, todo ahí te guiñaba el ojo para que te sentaras a su lado a oír sus historias, a recalar en una mesa para zarpar en los relatos.

También pasé tardes enteras ahí conversando con mi buen amigo. Sostener el local no era nada de fácil, no siempre yo llegaba con los turistas, no había mucha frecuencia y los clientes no eran suficientes. Con todo lo mágico que era, también su realidad le pasaba la cuenta. Sólo piratas visitan bares de piratas. Aunque sus noches eran animadísimas y varias generaciones de universitarios las convirtieron en un imperdible, lo que la noche de baile proveía no sostenía lo que el restaurant no producía. El Proa navegaba siempre escorado con un lastre pesado e imposible de cortar.

Para un marino es mucho más fácil enfrentar un temporal, que quedarse al garete. Cuando se acaba el viento y las velas no se hinchan, la nave no se mueve y todo queda detenido, en pausa, sin rumbo.

Al fin el Proa naufragó y se cerró y los que navegábamos en él nos desembarcamos para sumar nuevas rutas en nuestras cartas de navegación. Se que ha vuelto a abrir de noche en versión fiestera, sin embargo el restaurante sigue cerrado.

No me gusta acudir a la nostalgia para escribir desde ella, en Valparaíso es un recurso manido donde se suele caer en el tópico de “Todo tiempo pasado fue mejor”, concepto del que huyo o al menos miro con sospecha, pues encierra una cierta inmovilidad, un letargo y desgano que me disgusta. Sin embargo, no he dejado de pensar en este local y recordar su porteñísimo ambiente.

Mi añoranza tiene punto de partida. La Regata Bicentenario de la que pudimos disfrutar con sus hermosos veleros atracados en el puerto y su hermosa navegación de despedida en frente a toda la ciudad. Tuve la suerte de navegar en medio de este desfile de veleros y mientras lo hacía y lo disfrutaba, pensaba que debería escribir algo sobre este evento. Sólo que mi mente no redactaba ningún artículo sobre la regata y si, se envolvía en los recuerdos del Proa al Cañaveral, de las conversaciones sobre veleros y de las lecciones que el capitán me daba sobre los nombres de los distintos elementos que componen la arboladura.

Creo no haber sido buen alumno, generalmente termino confundiendo los nombres de los trapos; foques, cangrejas, escandalosas y los de los palos; trinquetes, mayores y mesanas, como también los de algunos veleros como el Europa y el Sagres.

Qué bien la habríamos pasado disfrutando de los veleros desde las ventanas del restaurante, del espectáculo de tenerlos ahí todos juntos para comentar sus detalles y diferencias.

Dónde se encontrará la “marinería” del Proa??? Ni idea. Sólo sé que el capitán Pedro Iglesias cambió mareas por pampas andinas y hoy trabaja en las minas del desierto norteño. Pero si llega a aparecer por el puerto buscando tripulación para alguna navegación bohemia, yo estoy listo para embarcarme.

Capitán, permiso para abordar.

Leo Silva